Por Aideé Granados
Febrero 25, 2016
Hace unas semanas, mientras íbamos de regreso de la escuela, mi hija me preguntó: “Mamá, ¿qué es eso de la “Luna de miel”?”. María Andrea tiene 5 años. Preferí regresarle la pregunta, para saber qué terreno estaba pisando: “María Andrea, dime tú, ¿qué es la Luna de Miel?”.
Su respuesta fue: “Un viaje por el mundo, que hacen el príncipe y la princesa”. Entonces sólo agregué: “…después de que se casan”, (¡aproveché para hacer hincapié en esto!), “el príncipe y la princesa se van de viaje por el mundo”.
Quedó feliz y satisfecha con la respuesta. No quería, ni necesitaba nada más.
Algo similar nos pasó cuándo decidimos compartir con ella, acerca del cáncer que me habían diagnosticado.
María Andrea, en ese entonces, tenía 3 años apenas cumplidos. Ya se daba cuenta de todo y, al mismo tiempo, seguía siendo nuestra bebé para algunas cosas: aún nos pedía que la cargáramos con frecuencia, aún la bañábamos, aún quería que nos subiéramos con ella a los juegos del parque, etc.
Por mi tratamiento de quimios y radiaciones, así como por las cirugías que tendría, sabía que no sería capaz de estar para María Andrea como solía hacerlo. Lo que pasó fue, que dejé de cargarla por un buen tiempo. Ya no pude encargarme de su baño diario, tampoco tuve la energía para jugar por horas trepada en los juegos del parque. Incluso, dejé de manejar para llevarla y recogerla de la escuela. Hacía mi mayor esfuerzo; sin embargo, eso no era suficiente para su energía y deseo de atención.
Mi marido y yo decidimos no ocultarle nada de nada. Sin embargo, ¿cómo explicarle a una niña de 3 años, el cáncer de su mamá? La clave fue explicárselo con sus palabras, con sus ejemplos, en su contexto. Así que nos propusimos escucharla. Y ella misma nos fue dando las palabras correctas, los ejemplos adecuados, su contexto preciso.
Papá: -“Mamá no se siente bien, María Andrea”.
María Andrea: -“¿Tiene mamá un boo-boo?”
Papá: -“¡Sí! Mamá tiene un boo-boo adentro de su cuerpo”. (Un “boo-boo” para un niño suele ser una cortada, una herida, un raspón, que duele y te hace sentir mal. Un “boo-boo” necesita atención).
María Andrea: -“¿Te va a curar el doctor?”
Mamá: -“Me van a curar muchos doctores; tendré que ir seguido al hospital a verlos y tomar medicinas”.
María Andrea: -“¿Tu boo-boo, tiene “germs” –bacterias- y se quitan con medicina?”
Papá: -“Una gran parte, sí. La medicina se la dan en el hospital. Esa medicina le hace sentir cansada, con sueño, así que la dejaremos descansar cuando nos lo pida”.
María Andrea: -“¿Porqué se te cae el cabello, mamá?”
Mamá: -“Porque la medicina está quitando todos los boo-boos y germs y a veces, ¡hasta en el pelo hay boo-boos y germs! Así que mejor ahora que se quiten por completo”.
María Andrea: -“Pero, ¡quiero hacerte trenzas, peinarte!”
Mamá: -“¡Dibújame las trenzas en mi cabeza; de todos colores! Ponle moños si quieres”.
María Andrea: -“¿Porqué mi mamá tiene cicatrices en su cuerpo, porque no está “completa”?
Papá: -“Porque los doctores cortaron ese boo-boo y lo quitaron de una vez por todas. ¡Ahora ya no hay boo-boo en su cuerpo!”.
Juntos, Nathan y yo buscábamos cuidar la forma y el momento para explicarle cosas. Nos dimos tiempo para hablar con ella y contestar sus preguntas, siempre que surgieran. La escuchamos y ella misma nos fue guiando.
A veces no fue nada racional este asunto de explicarle y hacerla parte de esta aventura. ¡Tenía 3 años! En ocasiones sólo era llanto y frustración; y más llanto. Aprendimos a reconocer estas formas de expresar miedo, dolor, confusión. María Andrea entendía lo difícil y grave de la situación. Aprendimos a estar ahí, para seguir caminando juntos. No dejamos de ser padres firmes; sin embargo, durante este periodo fuimos mucho más amorosos. Procuramos ser más empáticos, pacientes y comprensivos con ella.
Otra cosa que nos ayudó mucho a explicar el cáncer, fue facilitarle experiencias prácticas, sensibles, manipulables; experiencias que las pudiera tocar, sentir, ver. Por eso, María Andrea conoció a mis doctores en persona: así sabía quién estaba ayudando a curarme. María Andrea participó en curar alguna herida sencilla: así sabía cómo mi cuerpo se iba recuperando y ganando fuerza. María Andrea ayudó a arrancar el cabello de mi cabeza: así entendió que un día se iba a caer por completo, para luego volver a aparecer (y aprovechó varias veces para hacer obras de arte en mi reluciente calva).
Eso sí, cuidamos siempre que no escuchara, viera o sintiera las miserias del cáncer, el lado oscuro, negro, amargo, negativo. En familia ya nos habíamos propuesto ver el lado bueno a esa prueba y aprender lo más posible. Lo íbamos a hacer juntos.
Vivir el cáncer es difícil. Vivirlo con hijos, es aún más difícil. Sí, son una motivación para estar sanos y supervivir. Sin embargo, también son el dolor más grande en nuestro corazón, cuando se les ve sufrir por la enfermedad de un padre. ¡Impotencia! ¿Qué padre quiere que sus hijos pasen por eso?
Conozco personas que dicen que los niños “no se dan cuenta”. Que se les olvida. Que es mejor mantenerlos aparte, al margen, de estas penas. En nuestro caso particular, no lo creímos (y no lo creemos) así. Estas situaciones, aunque totalmente aberrantes para los niños, son extraordinarias oportunidades para unir a la familia, para fortalecer la fe, para formar corazones más grandes, más nobles, más entregados. Eso sí, ojalá nunca un niño tuviera que vivir el cáncer, ya sea en su cuerpo o en el de alguien muy querido.
A tres años de que esto sucedió, María Andrea ha olvidado ya muchos detalles (¡gracias a Dios!). Sin embargo, su corazón se formó de una manera especial; en el fuego, se aquilató. Al día de hoy, no deja de pedir todas las noches para que su mamá y otras mamás no tengan “boo-boos”. Ella es la verdadera campeona de todo esto.
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